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¡Ay, ay! Me duele... ¡Ser pobre! La invisibilidad de lo social en nuestra salud

La Organización Mundial de la Salud en 1948 estableció la definición de salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.

La salud es un pilar fundamental para el bienestar y el desarrollo de cualquier sociedad. En España, a lo largo de las últimas décadas, la mejora en las condiciones sanitarias, el acceso universal a la atención médica y los avances socioeconómicos han permitido que la población disfrute de una de las esperanzas de vida más elevadas del mundo: alrededor de 83 años (más alta en mujeres, unos 86 años, y en hombres, unos 80).

 

Sin embargo, me gustaría en este artículo detenerme en las dimensiones sociales, no menos importantes, (aunque quizá siempre olvidadas y desapercibidas), que los aspectos psicológicos y biológicos, y que resultarían imprescindibles tener en consideración para entender de qué adolecemos en nuestra sociedad.

Es importante señalar que, pese a que la definición de la OMS es de 1948, no es hasta 1980 que, por primera vez, en Reino Unido se publica un informe donde se tienen en cuenta los determinantes sociales de la salud: el informe Black, que indagaba sobre las desigualdades en salud. Y en España, tendríamos que esperar 16 años más para que los determinantes sociales de la salud salieran a la luz. Ello fue en el conocido Informe Navarro-Benach, publicado en 1996 bajo el título 'Desigualdades sociales en salud en España'.

En el imaginario colectivo, la salud sigue estando atrapada en un relato simplista: enfermar o estar sano depende de hábitos individuales, genética o, a lo sumo, de la rapidez con la que uno acuda al médico. (Pilar sobre el que se alimenta la sanidad privada). Sin embargo, esa mirada estrecha omite una verdad crucial: los determinantes sociales (esas condiciones en las que nacemos, vivimos, trabajamos y envejecemos) modelan nuestra salud tanto o más que cualquier predisposición biológica. Y, aun así, siguen siendo invisibles para gran parte de la población, e incluso para algunas políticas públicas.

 

Resulta desconcertante que, a pesar de décadas de investigaciones (desde el histórico Informe Black en Reino Unido en 1980 hasta la Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud de la OMS en 2008), los determinantes sociales apenas ocupen espacio en la conciencia pública. ¿Por qué seguimos culpando al individuo de su enfermedad, ignorando el peso del entorno social y económico en el que vive? Vayamos a un ejemplo cotidiano: dos personas sufren diabetes tipo 2. Una tiene una condición socioeconómica que le permite acceso a frutas frescas, espacios verdes, tiempo para ejercitarse y servicios de salud de calidad. La otra, tiene una situación socioeconómica que le alcanza para ultraprocesados, ya que son más baratos y abundantes que las verduras, donde la falta de tiempo por su precariedad laboral le limita la actividad física y donde la atención médica llega tarde y mal. ¿De verdad creemos que ambas tienen las mismas posibilidades de manejar su enfermedad? Esta ceguera social no es accidental. Estamos en una sociedad que hiperindividualizan la responsabilidad: si estás enfermo, es porque no te cuidaste; si tienes obesidad, es porque “no tienes fuerza de voluntad”. La lógica neoliberal, convierte al ciudadano en un “emprendedor de sí mismo”, y ello cala profundamente en nuestra comprensión de la salud, invisibilizando las desigualdades estructurales que realmente enferman.

Más grave aún, esta invisibilidad alimenta políticas sanitarias desacertadas. Se invierten millones en campañas de 'hábitos saludables' que apelan a elecciones individuales, como si todas las personas pudieran, en igualdad de condiciones, elegir llevar una dieta equilibrada o correr cinco kilómetros diarios. Ignorar los determinantes sociales no solo es injusto: es ineficaz. No logra mejorar la salud poblacional y perpetúa el ciclo de enfermedad y pobreza.

"La invisibilidad alimenta políticas sanitarias desacertadas. Se invierten millones en campañas de 'hábitos saludables' que apelan a elecciones individuales, como si todas las personas pudieran, en igualdad de condiciones, elegir llevar una dieta equilibrada o correr cinco kilómetros diarios. Ignorar los determinantes sociales no solo es injusto: es ineficaz"

La pandemia de COVID-19 hizo aún más evidente esta realidad. El virus no golpeó a todos por igual: las tasas de contagio, hospitalización y mortalidad fueron más altas en comunidades pobres, en trabajadores esenciales mal remunerados, en quienes no podían teletrabajar ni aislarse. Aun así, el discurso público insistía en el mantra de la “responsabilidad individual”: lávate las manos, quédate en casa, mantén la distancia... ¿Y qué pasaba cuando quedarse en casa significaba compartir 40 metros cuadrados entre cinco personas?

Mucho se habla de salud mental pero no hay que olvidar que la precariedad laboral es uno de los factores sociales más relevantes en el contexto de la salud mental. Las condiciones laborales inestables, los contratos temporales, las jornadas largas sin posibilidad de conciliación familiar, la falta de seguridad en el empleo y los bajos salarios afectan directamente al bienestar psicológico de las personas.

Los trabajadores/as que se encuentran en situaciones laborales precarias experimentan niveles elevados de estrés y ansiedad, lo que aumenta significativamente el riesgo de padecer depresión y otros trastornos mentales. La presión constante por cumplir con objetivos laborales poco realistas y la incertidumbre sobre el futuro crean un entorno de ansiedad crónica, donde la salud mental se deteriora rápidamente.

Este contexto refleja cómo los determinantes sociales, como las condiciones de trabajo, son fundamentales para entender las crisis de salud mental que atraviesan muchas personas, invisibilizando aún más las dificultades inherentes al entorno socioeconómico.

Frente a este escenario, urge un cambio de mirada. Necesitamos una salud pública que no solo promueva estilos de vida saludables, sino que actúe sobre los determinantes sociales: reducir la pobreza, garantizar vivienda digna, crear empleos seguros, mejorar la educación, asegurar acceso equitativo a servicios de salud de calidad. La medicina no puede ser solo una respuesta al dolor individual: debe ser también una herramienta de transformación social.

Mientras sigamos enfocándonos solo en lo biológico y lo conductual, mientras ignoremos que las condiciones de vida enferman o curan, seguiremos oyendo ese grito silencioso: ¡Ay, ay, me duele! Pero no será solo el dolor físico el que nos atraviese, sino también el dolor de una sociedad que, mirando hacia otro lado, se niega a sanar verdaderamente.

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