De primero, ETA con chorizo
El pasado noviembre de 2024, el escritor Alfonso J. Ussía, presentaba su última novela Borroka. Años de plomo y sangre (Editorial Cátedra) un “ejercicio de memoria”, una crónica novelada que aborda los años de plomo en España y la violencia de ETA. Muy recomendable.
En una entrevista en 24 horas de RNE, el autor madrileño, lamentaba que “hay una falta de memoria… Los que hemos vivido con ello lo dábamos por hecho. Era parte del paisaje natural. No le dábamos mayor importancia…”
Y así es, formaba parte del paisaje, y añadiría más, también del paisanaje.
El final de los años 80, y principios de los 90, para algunos niños que éramos de provincias, el día a día transcurría en turnos partidos de jornadas lectivas donde nuestras máximas preocupaciones no iban más a allá de la cartulina del domingo a las 11 de la noche, y qué había de comer al llegar a casa del colegio. Cobraba mucha importancia el condumio. Aquellas digestiones entre hormonas de pubertad, chandals de colorines y aglomeraciones de cabezas sudorosas, podían causarte malas pasadas. Como causa y efecto. Por la tarde, terminar la tarea abría directamente la puerta de toriles al paraíso de un conglomerado cemento, habitado por coetáneos engalanados de parches en las rodillas de las tortugas ninjas, que cargaban sus escopetas perniles con munición en forma esférica y ornamentada con la palabra MIKASA.
La vida estaba en la calle despoblada, los descampados y en las canchas de fútbol delimitadas por maleza, todo ello lejos del ruido, la contaminación y los atascos. No sabíamos lo que era la inseguridad más allá de meterte debajo de un coche para sacar un balón o el macarrilla que te buscaba 25 pelas en el bolsillo del pantalón.
Tardaron en llegar las cadenas privadas, no tarareábamos la canción de Oliver y Benji, y por supuesto, no concebíamos lo que eran las mamachicho, ni sabíamos quién era Carrascal.
En los años 80 y principios de los 90, los niños en los pueblos alejados de las ciudades, abrazábamos la visita en vacaciones de nuestros primos llegados de la capital de España, que nos alumbraban las últimas tendencias en lo que estaba de moda. Lo que se llevaba, y qué se escuchaba en los 40 principales. O si tenías suerte portaban el Spectrum con sus últimos juegos comprados en El Corte Inglés. Ser niño provinciano era un verdadero estrato social.
Aquellos años, donde la democracia empezaba a tomar asiento en las distintas esferas sociales de nuestro país, para los españoles que eran preguntados por el CIS había dos problemas que destacaban por encima de todos: el paro y la droga.
Estos dos asuntos fueron líderes absolutos en las encuestas (según el CIS), durante el primer lustro de los años 80, pero un duro competidor acecharía, el terrorismo, convirtiéndose a partir de 1986 en uno de los tres principales problemas.
Es a partir de ese año cuando la banda terrorista se convertiría en un gran agente sociabilizador del sufrimiento y el dolor. Decidieron dar un giro a su estrategia, eligiendo masacrar a familias completas con el uso de coches bomba. Entre 1986 y 1987, ETA cometió sus tres atentados más devastadores, que incluyeron a mujeres embarazadas y niños pequeños entre las víctimas. Los ataques en la plaza de la República Dominicana, en Madrid; en el centro comercial Hipercor, en Barcelona; y en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, se convirtieron en ejemplos de la barbarie terrorista. Fue la primera vez que ETA actuaba de forma indiscriminada, atacando no solo a los guardias civiles, sino también a sus familiares.
En casa, a la hora de comer, mientras el hilo musical del telediario rezaba con un “nuevo atentado en Madrid…”, un puchero de lentejas conquistaba el centro de la mesa del comedor. Otra vez lentejas con chorizo, pensábamos. La habitualidad con la que nos llenábamos la barriga, entre kilos de amonal y amasijos de hierro de guarnición, nos había convertido en pequeños psicópatas, carentes de dolor y empatía con lo que ocurría en apenas 300 kilómetros de nuestro salón comedor. Sólo aquellos “…son unos hijos de puta…” que algunos padres de familia empezaban tímidamente a exclamar, levantaban nuestros pensamientos de esos platos poco digestivos, y hacía que viéramos por un momento que lo que allí ocurría, aparte de usual, estaba causando angustia.
Con el tiempo descubrimos que había gente que también se metía debajo de los coches, pero no para rescatar el balón, y que nuestros primos de la capital se despertaban muchas mañanas con crujidos de ventanas y sirenas de despertador.
ETA democratizó el dolor y el miedo. Superó la dicotomía rural-urbano. Atentó mortalmente en 24 provincias españolas dejando a sus espaldas 856 personas asesinadas (Según Fundación Víctimas del Terrorismo), 379 de ellas sin resolver, y 2.597 heridos.
El estudio realizado por GAD3, en 2020, titulado 'La memoria de un país. Análisis sobre el conocimiento de la historia de ETA en España', muestra que el 95% de los españoles no sabe cuántas víctimas dejó la banda terrorista ETA, y que el 60% de los jóvenes desconoce quién fue Miguel Ángel Blanco.
Otro estudio del Gobierno Foral de la Comunidad de Navarra (octubre de 2021) dice que apenas el 57% de los alumnos navarros que estudian la ESO saben quien fue ETA, y sólo el 0,5% de estos alumnos conocen el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
El cortoplacismo político y la inconsciencia temporal a la que estamos sometidos en nuestros días está provocando un nuevo efecto deshumanizador en nuestras jóvenes generaciones.
Mientras en los últimos tiempos asistimos a vulgares blanqueamientos de los abertzales friendly, refugiándose en la soberanía popular y el Estado de Derecho, voces valientes como la de María Luisa Gutiérrez en la Gala de los Premios Goya, donde se refirió a que: “La memoria histórica también está para la historia reciente de este país”, se empiezan a escuchar.
Y es que cierta memoria histórica parece que molesta a los que cambian continuamente de opinión por el bien de España, se parapetan levantando muros de sectarismo, y atacan directamente al crítico y al que disiente.
Recordemos a Hanah Arendt, y como nuestra incapacidad para el juicio nos puede hacer caer en eso tan peligroso como es la banalización del mal. Huyamos de procedimientos burocráticos que nos imposibiliten de reflexión ética y moral.
No podemos educar y formar a los individuos que guiarán la sociedad del futuro sin reconocer que son el resultado de una ciudadanía que se enfrentó a la barbarie, sacrificando a tantos para que otros pudieran vivir en libertad de manera permanente.
Se lo debemos.
No olviden nunca aspirar a ser ciudadanos competentes.