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Dos maternidades, dos realidades

Desde hace una semana hay una imagen que no se borra de mi mente, me asalta en el tren o cuando intento distraerme con alguna lectura. También es la que me lleva acompañando en largos paseos donde, entre otras cosas, me voy acercando a mi futura maternidad. El día de Reyes, contra los plásticos de una patera, nació un bebe momentos antes de arribar a costas canarias. En la imagen que han publicado algunos periódicos resuena el llanto del recién nacido. En sus ojos cerrados con fuerza se siente el frío.

He estado revisando detalle a detalle la instantánea: no deja de dolerme su desnudez. Este paritorio improvisado oscuro y frío, donde se llenaron por primera vez sus pulmones en un aire cargado de miedo. Esta húmeda “habitación compartida” el punto de partida de este niño. Este nacimiento sin apenas pesebre, que a primera vista impacta como una noticia desgarradora, revela una historia de esperanza y resistencia, pero también desnuda una realidad social que traspasa fronteras, cuestiona políticas migratorias y pone al descubierto las crudas desigualdades que moldean el destino de millones de personas en el mundo.

 

Como socióloga y futura madre (a penas a un mes de dar a luz), este hecho me toca de una manera especialmente desgarradora. Mientras espero la llegada de mi hija con la tranquilidad que me otorgan las estructuras de apoyo a las que tengo acceso, no puedo evitar pensar en esa mujer que dio a luz en condiciones extremas. Reflexionar sobre estas dos maternidades me lleva a un dilema: ¿cómo hemos construido el mundo para que una experiencia tan universal como dar a luz pueda estar tan condicionada por las estructuras sociales y económicas?

La maternidad como experiencia condicionada por las desigualdades

Desde la sociología, entendemos que las maternidades no son iguales para todas las mujeres. Aunque el embarazo y el parto sean eventos biológicos, su vivencia está profundamente influenciada por el contexto social, económico y cultural. Mientras algunas mujeres vivimos este proceso rodeadas de cuidados médicos, redes de apoyo y seguridad económica, otras lo hacen en condiciones de absoluta precariedad, marcadas por la incertidumbre y el riesgo constante.

En mi caso, cuento con acceso a un sistema de salud público que me ofrece controles regulares, seguimiento especializado y garantías de seguridad tanto para mí como para mi futura hija. Además, tengo la posibilidad de planificar y preparar la llegada de mi hija en un entorno estable, rodeada de una red familiar y social que me sostiene. Sin embargo, cuando pienso en esa madre que dio a luz en una patera, me enfrento a una cruda realidad: su maternidad está atravesada por una violencia estructural que la obligó a huir de su país, arriesgar su vida y dar a luz en alta mar, sin acceso a las condiciones mínimas que cualquier mujer merece.

 

Este contraste no es una excepción, sino un reflejo de las desigualdades globales que determinan el curso de nuestras vidas. La maternidad, lejos de ser una experiencia universal, está profundamente condicionada por el lugar que ocupamos en el mundo y las estructuras sociales que nos rodean. Aquellas mujeres que migran en busca de una vida mejor para sus hijos enfrentan obstáculos que van más allá de lo económico: la falta de acceso a derechos básicos, como la atención médica, las expone a riesgos que deberían ser inaceptables en cualquier sociedad.

El peso de las políticas migratorias restrictivas

Este “bebe patera”, como algunos se han atrevido a bautizar, pone de manifiesto el impacto de las políticas migratorias restrictivas que perpetúan estas situaciones. La ausencia de vías legales y seguras para la migración obliga a miles de personas a arriesgar sus vidas en travesías peligrosas. Las mujeres migrantes embarazadas, como la madre en esta historia, se enfrentan a una doble vulnerabilidad: no solo cargan con el peso de huir de situaciones extremas, sino que también lo hacen en una etapa vital que requiere atención y cuidado especial.

Según datos recientes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2024 más de 250.000 personas han intentado llegar a Europa a través del Mediterráneo. En el reciente pasado año, las Islas Canarias recibieron 46.843 migrantes irregulares, un incremento del 17,4% respecto al año anterior, representando el 70% de las llegadas totales a España (63.970). La mayoría de los migrantes llegaron por la ruta canaria en el Atlántico, una de las más peligrosas, donde se estima que más de 10.000 personas perdieron la vida en el intento, casi 30 diarias. 

Es necesario cuestionar un sistema que normaliza estas tragedias como parte del “coste” de migrar. El hecho de que un nacimiento en estas condiciones sea posible en pleno siglo XXI es una prueba de que las decisiones políticas tienen consecuencias directas y devastadoras sobre las vidas humanas. Desde una perspectiva sociológica, no podemos separar este acontecimiento de las estructuras globales de desigualdad que perpetúan la pobreza, los conflictos y las crisis humanitarias que empujan a millones de personas a abandonar sus hogares.

Reflexiones de futuro: la migración como oportunidad

El alumbramiento acompañado por el rugir de las olas y a oscuras, que se produjo la semana pasada, no solo representa una tragedia, sino también una ventana para reflexionar sobre el papel que la migración juega y jugará en nuestras sociedades. En un contexto de envejecimiento poblacional en Europa y con tasas de natalidad en constante declive, la migración se perfila como una solución necesaria para equilibrar la balanza demográfica.

España, por ejemplo, enfrenta un escenario de despoblación en muchas de sus zonas rurales y una creciente demanda de mano de obra en sectores esenciales como la agricultura, la construcción y los cuidados. Estas áreas, tradicionalmente ocupadas por migrantes, son fundamentales para el sostenimiento de la economía y del sistema de bienestar. 

Por otro lado, los migrantes no solo aportan fuerza laboral, sino (y lo más importante a largo plazo) también diversidad cultural y renovación generacional. Los hijos de estas familias, como el bebé nacido en la patera, representan el futuro de sociedades que necesitan adaptarse a nuevos desafíos globales. Sin embargo, para que este potencial se convierta en una realidad, es imprescindible garantizar la integración y los derechos de las personas migrantes desde el momento en que cruzan nuestras fronteras.

Mi situación como futura madre me recuerda constantemente la importancia de un entorno seguro y estable para criar. El niño parido en alta mar y mi hija por nacer representan dos caras de una misma humanidad. En ambos casos, la maternidad simboliza esperanza, pero también pone de manifiesto las desigualdades estructurales que deben ser transformadas. La migración no es solo una necesidad para quienes huyen, sino también una oportunidad para construir sociedades más solidarias, sostenibles y justas.

En lugar de temer la llegada de migrantes, debemos reconocer su papel fundamental en la configuración de nuestro futuro. La historia de este nacimiento en el mar no debe ser solo un recordatorio de la tragedia humana, sino también un llamado a construir un mundo donde todas las maternidades sean vividas con dignidad y esperanza, sin importar el lugar de origen.

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