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La edad del porvenir

La moda, la música o el cine han ejercido durante décadas como elementos diferenciadores entre generación y generación. En algunos casos, han funcionado como banderas identitarias que diferenciaban y segregaban a las nuevas vanguardias, señalando a lo tradicional como “desfasado” o incluso liderando movimientos románticos que añoraban “tiempos pasados mejores”. Lo que está claro es que, al final, cada uno —más por melancolía y desencanto que por cualquier otro motivo— se apropia de todo aquello que le hace sentir parte de algo. Sentirse integrante de una cultura propia en la que refugiarse nos alivia por unos momentos frente al espejo de la actualidad.

Algo así nos está ocurriendo hoy en día a los egebesianos cuando recordamos tiempos de Espinete, Estudio Estadio y los bocadillos de nocilla.

 

Recientemente reflexionaba sobre si no estaremos, los tardoboomers y primeros millennials, saturando los espacios culturales con discursos estereotipados basados en la creencia —quizás un tanto supremacista— de que “lo nuestro era mejor”.

No obstante, poco margen tenemos para dar lecciones cuando desembolsamos sumas considerables y abarrotamos festivales horteras de escaso gusto artístico, liderados por figuras como Sonia y Selena.

Los años 90 en España fueron una época de cambio. Después de la sobredosis de modernidad que se vivió en los 80, el país comenzó a asentarse en lo político, lo económico y hasta en el estilo. Cuando el PSOE dejó paso al Partido Popular en 1996, no fue solo que cambiara el gobierno; también se notaba un cambio generacional y de modo de vida en el ambiente, en la calle, en las oficinas y en el panorama cultural. Pasamos de la pana al traje de Cortefiel, de los cardados a la gomina, de ver series como Turno de oficio y La bola de cristal, a Médico de familia o Periodistas.

 

Dejamos de fumar en blanco y negro con Balbín para cruzar el Misisipi y aterrizar, en pleno delirio fluorescente, en Marte junto al Padre Apeles y La Veneno.

Las tribus urbanas de los ochenta empezaban a diluirse, arrasadas por el VIH, la hepatitis, la presión de los nuevos estándares comerciales y, sobre todo, por un espíritu menos combativo y contestatario.

En los años 80, las demandas sociales reflejaban una fuerte necesidad de modernización y libertad. Las manifestaciones se llenaban de pancartas con eslóganes que reivindicaban la libertad de expresión, así como demandas sociales, laborales, políticas y culturales.

Durante la década se convocaron tres huelgas generales, impulsadas por el desempleo y la reconversión industrial. También se reclamaba la despenalización del aborto y el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia frente al servicio militar obligatorio.

Por el contrario, en los años 90 se intensificaron las movilizaciones estudiantiles, motivadas en parte por una de las tasas más altas de abandono escolar temprano de Europa: alrededor del 35 % de los jóvenes entre 18 y 24 años no habían completado la educación secundaria postobligatoria ni continuarían con ningún tipo de formación. Estas circunstancias provocaron dos nuevas huelgas generales y diversas protestas laborales contra la temporalidad y el desempleo juvenil. Además, en esta década surgieron con fuerza movimientos ecologistas, junto a los antiglobalización y las luchas contra el racismo y el terrorismo.

Nuevos agentes se integraron en el panorama social: las ONG y las plataformas ciudadanas nos igualaron a los movimientos sociales de protesta que tenían lugar en el resto de Europa.

Corría el año 1995, y parecía que un nuevo grito reivindicativo resonaba en nuestras calles. Javier Álvarez supo capturar ese espíritu en su canción 'La Edad del Porvenir', donde la incertidumbre y el optimismo se mezclaban con los últimos conatos de protesta del movimiento anti-OTAN.

Pero también, hace justo ahora 30 años, entre aquellas noticias, caló en nuestros jóvenes una novela de un autor hasta entonces desconocido: José Ángel Mañas. Publicada en 1993, Historias del Kronen fue finalista del Premio Nadal de ese mismo año. En 1995, Montxo Armendáriz adaptó la novela al cine, logrando que la película se convirtiera en la más taquillera del cine español hasta ese momento.

Una nueva tribu urbana emergía, influenciada por los aires grunge a lo Cobain, que académicamente concurría a la quinta convocatoria en Doctrina Social de la Iglesia, pero que sacaba matrícula de honor en el 'sudapollismo' de la vida.

Mañas, armó un conjunto de personajes trágicos, de interletrajes desajustados, pertenecientes a una juventud privilegiada pero emocionalmente muerta.

El día comenzaba de noche, coleccionando gramos de culpa que se esfumaban —o se esnifaban— cuando la midriasis hacía su aparición. Pilotando como kamikazes en dirección contraria a la vida, conocimos a individuos sin motivaciones, cargados de dudas persistentes sobre el propósito de la existencia. Pasar de todo era la moda, y la vanguardia juvenil se vestía con vaquero Liberto y chupa Chevignon. Dormían la siesta soñando con ser sobrinos de Michi Panero.

Armendáriz completó el filme con una sensacional banda sonora, cuyos temas se han convertido en himnos generacionales cierrabares, y con el tiempo descubrimos que el famoso 'chup chup' de la rubia australiana no provenía de las calles de Melbourne, sino del barrio de Cimadevilla.

Yo llegué tarde al Kronen. Tampoco me correspondía por edad, pero recuerdo cómo mi hermano mayor me echaba del salón cuando iba a ver la película con sus amigos. Sospecho que su censura no respondía tanto a una sobreprotección moral al estilo Fraga Iribarne —con portazo incluido—, sino más bien al rubor de tener que compartir con su hermano pequeño los códigos de su pandilla. En cualquier caso, eso no evitó que los hermanos menores del Kronen termináramos absorbiendo, con el tiempo, cierto mimetismo generacional.

La generación Kronen fue un reflejo de una sociedad que avanzaba trepidantemente hacia la modernidad, pero que aún arrastraba heridas profundas y conflictos no resueltos. Además, supuso una ruptura con la generación de sus padres, quienes habían luchado con determinación por la transición y la consolidación de la democracia en España. Frente a ese legado, los jóvenes del Kronen mostraban una actitud de desencanto y distanciamiento, enfrentándose a la realidad desde el nihilismo y la displicencia, reflejo palpable de la profunda crisis de identidad que vivieron en los años 90.

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